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Un huerto ecológico en la comunidad de vecinos

El desarrollo y cuidado de un huerto ecológico en el seno de nuestra comunidad de vecinos no equivale a retroceder a los tiempos de la autarquía y el trabajo de sol a sol. El huerto ecológico es una solución sencilla y económica para incrementar el nivel de vida del colectivo, un modo de reencontrarse con la madre naturaleza, una vía accesible para fomentar la solidaridad y la cooperación desinteresada, una vía de aceptación de nuevas tareas que aporten gratificantes compensaciones de paz y armonía dentro de la atribulada vida cotidiana y una fuente cercana y accesible de alimentos saludables y nutritivos, frescos, saludables, perfectos para completar al mínimo coste los exigentes requisitos diarios de nuestra dieta. La agricultura ecológica dignifica al entorno urbano y a los habitantes que residen en él.

Las necesidades del huerto urbano se adaptan prácticamente a cualquier disponibilidad de suelo. El pequeño jardín de casa, abandonado a la suerte de las malas hierbas, bien puede ser roturado y puesto en cultivo en una sola tarde. Un huerto instalado en una terraza de tamaño medio puede abastecer buena parte de las demandas de vegetales de una familia normal. Unas cuantas macetas dispersas sobre el balcón pueden hacer florecer plantas aromáticas como el orégano, el tomillo, la menta o la hierbabuena, así como dar cabida a unas hermosas matas de tomates o fresas, según las apetencias de cada cual.

En primer lugar, para emplazar un huerto doméstico debe tenerse en consideración un par puntos esenciales, como son la insolación del terreno y la disponibilidad de acceso a fuentes de agua. La orientación del huerto hacia el sur facilita la disposición de más horas de luz natural al día, al mismo tiempo que se ha de evitar la intromisión de sombras procedentes de muros, tapias, cualquier tipo de construcciones o incluso de mobiliario urbano y árboles. Por otro lado, es importante también prevenir una excesiva incidencia del viento sobre la superficie cultivada y el uso de planos irregulares, ya que perturban la distribución equilibrada del manto de tierra fértil donde se realizará la siembra. Trasplantar árboles o arbustos de mediano tamaño y hoja perenne en la parte norte del huerto es otro de los trucos más habituales empleados para reducir al máximo los rigores de los vientos septentrionales. En el caso de los desniveles, la distribución de los cultivos en terrazas cuenta con el aval de su dilatada tradición histórica.

 El agua: fuente de vida

El sistema de riego constituye la primera y principal preocupación a la hora de instalar el huerto ecológico. En el caso de contar con una acequia para distribuir el agua del riego a lo largo de una superficie relativamente extensa, el terreno debe presentar un ligerísimo pero imprescindible desnivel, de entre el 0,25 y el 0,5% para ser exactos. Construir carballones es una opción adecuada para separar las tablas por donde se conduce el líquido, si bien en caso de encontrarnos con cultivos de escasa extensión, el uso de una manguera es herramienta suficiente para el regado cotidiano, así como los sistemas de goteo elaborados con sencillos tubos de goma o garrafas agujereadas.

Para las terrazas -localización popular en lo que respecta a las comunidades de vecinos-, la solución, dado su escueto tamaño, pasa por el uso de estos pequeños instrumentos de regado citados anteriormente, ya sea una manguera común, el posicionamiento de sistemas de goteo sujetos a una estructura vertical o el uso de una simple regadera. No son procedimientos automáticos, es decir, que exigen la acción de un amable voluntario. Sin embargo, sí son cómodos, prácticos y asequibles. Aunque claro, exigen poner atención durante su empleo para no provocar la erosión del terreno a causa de una excesiva presión en el vertido del agua.

 Qué cultivar

Un cultivo no se escoge en función de los gustos personales del agricultor improvisado. Ha de tenerse en cuenta las características climáticas propias del lugar donde se instala el jardín o el huerto. En regiones levantinas, por ejemplo, más vale primar cultivos amantes del sol y que no requieran demasiada agua para su crecimiento. El caso contrario ocurre en la fachada cantábrica de la península, sujeta a una menor radiación solar y, en cambio, favorecida por mayores cotas de humedad. Decantarse de inicio por el cultivo apropiado ahorra tiempo y dinero.

Respecto a las familias vegetales, las plantas leguminosas –guisantes, lentejas, habas pintas, judías verdes, judiones, habas de soja, cacahuetes,…- ofrecen una solución ideal para aquellos que deseen extraer el máximo rendimiento alimenticio de su plantación, ya que optimiza el nitrógeno disponible en el suelo –es decir, que no demanda un excesivo uso de fertilizantes añadidos- y son excepcionalmente ricas en proteínas, indicadas en especial para el consumo de los vegetarianos de la comunidad.

Las crucíferas son un grupo extenso. Poseen una enorme variedad de especies, la mayoría de ellas comestibles y cultivadas tradicionalmente por el hombre. Las más conocidas son las coles, las coles de Bruselas, las coliflores, el brécol, la col rizada, el colinabo, las rutabagas, la col marítima, los berros y los rábanos. Son resistentes a las heladas y en climas calurosos fructifican en otoño e invierno. Prefieren suelos ricos en materia orgánica, con abundancia de nitrógeno y cal. Su relación con el agua es excelente: no necesitan demasiada cantidad para sobrevivir y a la vez almacenan todo aquella que reciben, lo que les convierte en un plato jugoso y suculento. Una característica destacable es su naturaleza bienal. Es decir, que durante el primer año acumulan sustancias alimenticias para y en el segundo florecer y dar frutos. Por ello mismo, las interrupciones en su crecimiento pueden resultar fatales.

Otra familia que goza de gran popularidad en la agricultura es la de las solanáceas, vegetales procedentes de tierras tropicales centro y sudamericanas pero adaptadas a la perfección a tierras mediterráneas. Estamos hablando del tomate, el pimiento, la patata y la berenjena. Las patatas tienen la cualidad única de que podrían consistir en el único alimento de un ser humano sin que este llegase a carecer nunca de nutrientes. Además, son especies ricas en vitamina C, lo que las hace muy aprovechables para la salud. Dado su origen geográfico, necesitan un suelo rico, húmedo y fértil y, en el caso de encontrarse en una región propensa a sufrir heladas, conviene trasladarlas al interior del edificio durante el crudo invierno.

Las umbelíferas (zanahorias, chirivías, hinojo, apio, nabo, ginseng…) incluyen también plantas aromáticas como la alcaravea, la angélica y el perejil. Además de servir de alimento y condimento, la estética de sus flores y hojas posee un apreciable valor decorativo. Rasgo compartido por todas ellas es su lenta germinación. En su mayoría, se trata de cultivos fríos: solo una buena helada es capaz de hacerles explotar todo su sabor.

Emparentadas con los bellos lirios, se encuentran las más prosaicas pero sabrosas cebollas, los puerros, los ajos y los espárragos. En esta familia de las liliáceas, los bulbos enterrados bajo tierra, destinados a almacenar el alimento necesario para el posterior florecimiento de la planta, son la parte comestible del vegetal.

Como ya sucedía con las crucíferas, la familia de las quenopodiáceas, cuyas especies comestibles son la remolacha, las espinacas y las acelgas, posee una gran capacidad para el almacenamiento de agua. Esto se debe al origen costero de las plantas, extracción geográfica que las emparenta con las especies procedentes de ecosistemas desérticos. De igual modo, su pertenencia a climas fríos conlleva que, en regiones más calurosas, deban ser cultivadas en tiempo invernal, durante las semanas iniciales de la primavera o a lo largo del otoño. Sus raíces pueden alcanzar los tres metros de profundidad, o sea que son plantas que prefieren espacios que permitan un mayor crecimiento de sus raíces.

Adaptadas a ecosistemas y climas extremos, las cucurbitáceas poseen una variedad de especies capacitadas para sobrevivir desde en selvas pluviosas adoptando la forma de plantas trepadoras hasta en desiertos áridos gracias a un proceso de germinación con frutos de rápido crecimiento, nacidos tras años de acumulación de líquido en las semillas. Los pepinos, las calabazas, los calabacines, los melones y las sandías pertenecen a este orden vegetal. En la mayoría de climas templados, los pepinos han de cultivarse al refugio del invernadero, ya que las heladas perjudican seriamente su salud. No obstante, su rápido crecimiento puede permitir que fructifique incluso antes de la llegada del frío invernal. Su aptitud para el encurtido garantiza poder contar con una reserva de alimentos almacenada para los meses posteriores. Al contrario que los calabacines, las calabazas presentan un tallo duro y una corteza blanda y son amantes del agua. Los melones y las sandías, frutas de verano por excelencia, precisan como es natural de un clima con al menos cuatro meses de estío en los que la temperatura no descienda por debajo de los 10 grados centígrados.

La lechuga, la escarola, la endibia, la achicoria, los canónigos, la alcachofa y los cardos, así como especies menos comunes en la oferta gastronómica ibérica como el salsifí, la escorzonera, el diente de león, el quingombó o la betónica china, pertenecen al género de las compuestas, denominación que reciben a causa de su sistema de florecimiento: numerosas florecillas que, dispuestas en un espacio pequeño, parecen dar forma a una sola. La lechuga, componente estrella de la ensalada tradicional, es susceptible de ser cultivada durante todo el año, atendiendo a las cualidades específicas de sus abundantes variedades (romana, arrepollada, de oreja de burro, de hoja mantecosa…) y a la notable velocidad de su crecimiento. Es aconsejable sembrar en terreno húmedo y fresco, ya que una excesiva insolación provoca el nacimiento prematuro de la planta.

Aunque no se trate estrictamente de una hortaliza, el champiñón encaja a la perfección dentro del huerto urbano. Este hongo disfruta de un contenido vitamínico superior al de la carne (más del doble por tanto que cualquier hortaliza) y contiene un nivel de proteínas parejo al de las legumbres. Además, el compost necesario para su enraizamiento y desarrollo puede ser empleado más tarde en otros plantíos del huerto. Ya que necesitan una temperatura superior a los 16 grados centígrados para crecer en plenitud, se aconseja su crianza en exteriores tan solo durante los meses de estío. No obstante, tampoco es recomendable someterlos a la acción directa de los rayos del sol.

 El tiempo que todo lo devora: de invernaderos y rotaciones

Como hemos visto en los ejemplos anteriores, disponer de una sección de invernadero dentro del huerto ecológico ofrece incontables ventajas para asegurar o incrementar la pequeña producción vegetal de la comunidad, siempre que se cuente con el espacio y el consentimiento colectivo necesario para su instalación y mantenimiento. No obstante, la germinación y multiplicación de semillas delicadas puede llevarse a cabo, con el lógico cuidado y control, en el mismo alféizar de una ventana. Macetas, jardineras o incluso garrafas, en las que se ha de practicar agujeros para acondicionar el drenaje del recipiente o que disponen en cambio de una capa de gravilla a tal efecto -¡ojo con el agua que cae a la calle por el regado!-, pueden ejercer las funciones de contenedores de tierra, humus y semillas. Con una ligera cobertura, acristalada si es posible, son realmente eficaces, debido a que aprovechan de forma conjunta el calor del sol y el generado por la calefacción doméstica.

No obstante, una estudiada rotación de cultivos puede proporcionar un calendario anual cargado de ricos frutos. Producto de los milenarios conocimientos obtenidos por la agricultura tradicional, respetuosa con los ciclos vitales de las especies cultivadas, la rotación permite cubrir las necesidades alimenticias de una comunidad con independencia de los embates de la meteorología al extraer el máximo rendimiento de la naturaleza de las tierras de labranza. De este modo, en función de las estaciones del año y las cualidades de los frutos a consumir, conviene dividir en cuatro grupos las especies cultivadas: las solanáceas en el primero (tomates, pimientos, patatas, berenjenas…), las cucurbitáceas en el segundo (pepinos, calabazas, calabacines, melones y sandías…), plantas leguminosas en el tercero (guisantes, lentejas, habas pintas, judías verdes, judiones, habas de soja, cacahuetes, altramuces…) y liláceas en el cuarto y último (cebollas, ajos, espárragos, puerros…).

Cada una de estas familias quedará asignada a un bancal dentro del huerto. Cada año, la tierra cultivada se renovará con especies procedentes del siguiente grupo, en orden numérico y correlativo. Es decir, el bancal con especies del grupo uno, es sembrado con especies del grupo dos; el bancal con especies del grupo dos, con especies del grupo tres, y así sucesivamente. Esta distribución raciona el impacto que cada familia produce en los nutrientes del suelo, ya que están organizadas en orden decreciente según necesidades de consumo. En consecuencia, toda tierra que vaya a albergar especies del primer grupo requiere una profusa labor de fertilizado y revitalización por medio de estiércol fresco y un proceso de desinfección activo. La biosolarización, implementada al tapar el especio con un cobertor de plástico negro, asegura además la eliminación de patógenos potenciales. 

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